GIACOMO LEOPARDI:
CANTO X EL PRIMER AMOR
Vuelve
a mi mente el día en que el combate
Sentí
de amor por vez primera, y dije:
"¡Ay
de mí, si es amor, cómo acongoja!"
Con
los ojos clavados en la tierra,
Yo
contemplaba a aquella que, inocente,
Mi
corazón hizo vibrar primero.
¡Ay
amor, y cuán mal me gobernaste!
¿Por
qué tan dulce amor debió consigo
Llevar
tanto dolor, tanto deseo,
Y
ni sereno, ni íntegro y sencillo,
Mas
lleno de lamentos y de afanes,
Bajó
a mi corazón tanto deleite?
Y
dime, tierno corazón, ¿qué espanto,
Qué
angustia era la tuya al pensamiento
Junto
al cual era hastío todo goce?;
El
pensamiento aquel, que, lisonjero,
Se
te ofreció en la noche, cuando todo
Quieto
en el hemisferio aparecía.
Tú,
infeliz venturoso e intranquilo,
Me
fatigabas el costado sobre
El
lecho, fuertemente palpitando.
Y
cuando triste, exhausto y afanoso,
Yo
los ojos cerraba, delirante
Como
por fiebre, el sueño no acudía.
¡Oh,
qué viva surgía en las tinieblas
La
imagen dulce, y los cerrados ojos
La
contemplaban bajo de los párpados!
¡Qué
latidos suavísimos sentía
Recorrerme
los huesos, qué confusos,
Mudables
pensamientos en el alma
Alzábanse,
lo mismo que en las copas
De
antigua selva el céfiro soplando
Arranca
un largo y trémulo murmullo!
Mientras
callaba, sin luchar, ¿qué hiciste,
¡Oh
corazón!, cuando partía aquella
Por
quien pensando y palpitando vivo?
Me
sentía quemado lentamente
Por
la llama de amor, cuando la brisa
Que
la avivaba se extinguió de pronto.
El
nuevo día me encontró sin sueño,
Y
al corcel que debía dejarme solo
Piafar
oía ante el paterno albergue.
Y
yo, tímido, quieto e inexperto,
En
el balcón oscuro, inútilmente
Aguzaba
la vista y el oído
Esperando
escuchar la voz que de unos
Labios
debía salir por vez postrera;
Aquella
voz que el cielo ¡ay!, me vedaba.
¡Cuántas
veces el vacilante oído
Plebeya
voz hirió, y heló mis venas
E
hizo latir el corazón con fuerza!
Y
cuando al corazón bajó el acento
De
aquella voz amada, y se escucharon
De
carros y caballos los rumores,
Me
quedé ciego, me encogí en el lecho
Palpitando,
y, cerrados ya los ojos,
Oprimí
el corazón entre mi mano.
Luego,
arrastrando las rodillas trémulas
Por
la callada estancia, tontamente,
Decía:
"¿Qué dolor puede ya herirme?"
Amarguísimo
entonces, el recuerdo
Se
me emplazó en el pecho, y se oprimía
A
toda voz, ante cualquier semblante.
Largo
dolor mi mente iba minando,
Cual
lluvia que al caer del vasto Olimpo
Melancólicamente,
el campo baña.
No
sabía de ti, garzón de nueve
Y
nueve soles, a llorar nacido,
Cuando
en mí hiciste la primera prueba.
Y
el placer desdeñando, no me era
Grato
el reír de un astro, ni el silencio
De
la aurora, ni el verdecer del prado.
También
faltaba el ansia de la gloria
Del
pecho, al que inflamar tanto solía,
Pues
la borró el amor por la belleza.
Desatendí
el estudio acostumbrado
Y
lo creía vano, porque vano
Cualquier
otro deseo imaginaba.
¿Cómo
pude cambiar de tal manera
Y
que un amor borrara otros amores?
En
verdad, ¡ay de mí!, cuán vanos somos.
Mi
corazón tan solo me placía,
Y
de un perenne razonar esclavo
Espiaba
el dolor que lo embargaba.
La
vista fija en tierra o abstraída,
Insoportable
me era ver un rostro
Fugitivo,
ya fuese hermoso o feo,
Pues
temía turbar la inmaculada,
Cándida
imagen en mi mente fija,
Cual
la onda del lago turba el aire.
Y
aquel no haber gozado plenamente
-Que
de arrepentimiento llena mi alma
Y
el placer que pasó cambia en veneno-
En
los huidos días, a mi mente
Estimula;
que de vergüenza el duro
Freno
mi corazón ya no sujeta.
Juro
a los cielos y a las nobles almas
Que
nunca un bajo anhelo entró en mi pecho,
Que
ardí en un fuego inmaculado y puro.
Vive
aquel fuego aún, vive el afecto,
Alienta
en mi pensar la bella imagen
De
quien, si no celestes, otros goces
Jamás
tuve, y sólo ella satisface.
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