Cristal,
oro y rosa. Alba en Palestina.
Salen
los tres reyes de adorar al rey,
flor
de infancia llena de una luz divina
que
humaniza y dora la mula y el buey.
Baltasar
medita, mirando la estrella
que
guía en la altura. Gaspar sueña en
la
visión sagrada. Melchor ve en aquella
visión
la llegada de un mágico bien.
Las
cabalgaduras sacuden los cuellos
cubiertos
de sedas y metales. Frío
matinal
refresca belfos de camellos
húmedos
de gracia, de azul y rocío.
Las
meditaciones de la barba sabia
van
acompasando los plumajes flavos,
los
ágiles trotes de potros de Arabia
y
las risas blancas de negros esclavos.
¿De
dónde vinieron a la Epifanía?
¿De
Persia? ¿De Egipto? ¿De la India? Es en vano
cavilar.
Vinieron de la luz, del Día,
del
Amor. Inútil pensar, Tertuliano.
El
fin anunciaban de un gran cautiverio
y
el advenimiento de un raro tesoro.
Traían
un símbolo de triple misterio,
portando
el incienso, la mirra y el oro.
En
las cercanías de Belén se para
el
cortejo. ¿A causa? A causa de que
una
dulce niña de belleza rara
surge
ante los magos, todo ensueño y fe.
¡Oh,
reyes! ?les dice?. Yo soy una niña
que
oyó a los vecinos pastores cantar,
y
desde la próxima florida campiña
miró
vuestro regio cortejo pasar.
Yo
sé que ha nacido Jesús Nazareno,
que
el mundo está lleno de gozo por El,
y
que es tan rosado, tan lindo y tan bueno,
que
hace al sol más sol, y a la miel más miel.
Aún
no llega el día... ¿Dónde está el establo?
Prestadme
la estrella para ir a Belén.
No
tengáis cuidado que la apague el diablo,
con
mis ojos puros la cuidaré bien.
Los
magos quedaron silenciosos. Bella
de
toda belleza, a Belén tornó
la
estrella y la niña, llevada por ella
al
establo, cuna de Jesús, entró.
Pero
cuando estuvo junto a aquel infante,
en
cuyas pupilas miró a Dios arder,
se
quedó pasmada, pálido el semblante,
porque
no tenía nada que ofrecer.
La
Madre miraba a su niño lucero,
las
dos bestias buenas daban su calor;
sonreía
el santo viejo carpintero,
la
niña estaba temblando de amor.
Allí
había oro en cajas reales,
perfumes
en frascos de hechura oriental,
incienso
en copas de finos metales,
y
quesos, y flores, y miel de panal.
Se
puso rosada, rosada, rosada...
ante
la mirada del niño Jesús.
(Felizmente
que era su madrina un hada,
de
Anatole France o el doctor Mardrús).
¡Qué
dar a ese niño, qué dar sino ella!
¿Qué
dar a ese tierno divino Señor?
Le
hubiera ofrecido la mágica estrella,
la
de Baltasar, Gaspar y Melchor...
Mas
a los influjos del hada amorosa,
que
supo el secreto de aquel corazón,
se
fue convirtiendo poco a poco en rosa,
en
rosa más bella que las de Sarón.
La
metamorfosis fue santa aquel día
(la
sombra lejana de Ovidio aplaudía),
pues
la dulce niña ofreció al Señor,
que
le agradecía y le sonreía,
en
la melodía de la Epifanía,
su
cuerpo hecho pétalos y su alma hecha olor.
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