ROBERT BROWNING
“El flautista de Hamelin”
I
El poblado de Hamelin
está en Brunswick
Cerca de la famosa
ciudad de Hanover
El río Weser, ancho y
profundo
Moja sus paredes en
el lado sur;
Un hermoso cuadro
nunca visto;
Pero, cuando empezó
mi canción,
Hace casi quinientos
años,
¡Que lástima!, ver
sufrir a la gente
Por culpa de esos
bichos.
II
¡Ratas!
Se peleaban con los
perros y mataban a los gatos,
Y mordían a los bebes
en sus cunas,
Comían los quesos de
los moldes,
Y chupaban la sopa
directamente de los cucharones de los cocineros,
Partían los barriles
de sardinas saladas,
Anidaban en los
sombreros domingueros de los hombres,
Y arruinaban las
charlas de las mujeres
Ahogando sus voces
Con gritos y
chillidos
En cincuenta
diferentes sostenidos y bemoles.
III
Al fin el pueblo en
bloque
Se congregó en la
municipalidad:
"¡Que quede
claro!", gritaron, "¡nuestro intendente es un inútil;
Y nuestro consejo un
escándalo!
¡Pensar que nosotros
compramos ropas elegantes
Para imbéciles que no
pueden determinar
Lo mejor para
librarnos de esta plaga!
¿Ustedes creen que
porque son gordos y viejos,
Van a encontrar sus
funciones más fáciles?
¡Arriba señores! ¡Den
a sus cerebros una sacudida
Y encuentren el
remedio que nos está faltando,
O tengan por seguro
que los mandaremos a empacar!"
Con esto el
intendente y el consejo
Quedaron bajo una
terrible consternación.
IV
Una hora se reunieron
en consulta
Y al final el
intendente rompió el silencio:
"Por una moneda
he de vender mi traje;
¡Cómo desearía estar
lejos de aquí!
Es fácil ordenarle a
uno que se sacuda el cerebro—
Estoy seguro que mi
pobre cabeza volverá a dolerme,
Ya la he estrujado, y
todo en vano.
¡Ah, que daría por
una trampa, trampa, trampa!"
Justo cuando decía
esto, ¿qué pudo pasar?
Un suave golpe en la
puerta de la cámara.
"¡Por
Dios!", gritó el intendente, "¿qué sucede?"
(Sentado entre los
miembros del consejo,
Se le veía pequeño,
aunque terriblemente gordo;
Sin brillo en sus
ojos, no más húmedos
Que una ostra
demasiado larga y abierta,
Salvo cuando su panza
sufría turbulencias
Frente a un plato de
tortuga verde y gelatinosa)
"¿Son sólo unos
pies que se arrastran en la alfombra?
¡Cualquier cosa que
suene como una rata
Hace que mi corazón
lata violentamente!"
V
"¡Entre!"—
Gritó el intendente, incorporándose:
¡Y así entró la
figura más extraña!
Su saco largo, tan
raro, que iba de los pies a la cabeza
Era mitad amarillo y
mitad rojo,
Y él mismo era alto y
flaco,
Con ojos azules,
penetrantes, cada uno como un botón,
Su pelo claro y
suelto, su piel oscura,
Sin patilla en las
mejillas, y sin barba en el mentón,
Y labios donde las
sonrisas iban y venían;
Sobre sus amigos y
parientes, nadie pudo conjeturar:
Ni nadie pudo tampoco
admirar lo suficiente
Al hombre alto y su
antigua vestimenta.
Uno dijo: "¡Es
como si mi tatarabuelo,
Marchando al compás
de las trompetas del Día del Juicio Final,
Hubiera hecho este
camino desde su colorida tumba!"
VI
Él se aproximo a la
mesa del Consejo:
Y, "Con permiso,
Su Señoría", dijo, "yo estoy capacitado,
A través de un
hechizo secreto, para atraer
A todas las criaturas
que viven bajo el sol,
Que se arrastran, o
nadan, o vuelan, o corren,
Atraerlas detrás de
mí, en una forma que nunca se ha visto.
Y yo principalmente
uso mi hechizo
En criaturas que
dañan a la gente,
En el topo, el sapo,
el tritón y en la víbora;
Y todo el mundo me
conoce por el flautista."
(Y en este punto
ellos notaron alrededor de su cuello
Una bufanda a rayas
rojas y amarillas,
Que armonizaba con su
saco hecho del mismo paño,
Y en una punta de la
bufanda colgaba una flauta;
Y notaron también,
sus dedos, que se movían sin pausa
Como impacientes por
tocar
En la flauta, que
colgaba a baja altura
Sobre su vestidura
anticuada)
"Y aunque,"
dijo, "parezco un pobre flautista,
El pasado junio,
liberé al Reino de Tartaria,
De un enorme enjambre
de jejenes;
Alivié en Asia al
Nizam
De una monstruosa
camada de murciélagos:
Y en cuanto a lo que
atormenta sus mentes,
¿Si logro eliminar
las ratas de la ciudad,
Me darán ustedes mil
monedas?"
"¿Mil?
¡Cincuenta mil!" -fue la exclamación
Que dieron
asombrados, el Intendente y su Consejo.
VII
El flautista se paró
en la calle,
Sonriendo primero con
una pequeña sonrisa,
Como sabiendo la
magia que duerme
En su modesta flauta;
Y entonces como un
músico experto,
Frunció sus labios
para soplar la flauta,
Y sus agudos ojos
verde-azules parpadearon,
Como una llama de
vela rociada con sal;
Y antes de que la
flauta diera tres notas,
Se escuchó como si un
ejército murmurase;
Y el murmullo se fue
haciendo un estruendo;
Y el estruendo se
convirtió en un fuerte retumbo;
Y hacia afuera de las
casas las ratas se revolcaban.
Ratas grandes, ratas
pequeñas, ratas flacas, ratas fornidas,
Ratas marrones, ratas
negras, ratas grises, ratas tostadas,
Serias viejas
aplicadas, alegres jóvenes juguetonas,
Padres, madres, tíos,
primos,
Con sus colas paradas
y sus bigotes erizados.
Familias por decenas
y docenas,
Hermanos, hermanas,
maridos, esposas-
Siguieron al
flautista con gran entusiasmo.
Calle tras calle él
sopló avanzando,
Y paso a paso ellas
lo siguieron bailando.
Hasta que llegaron al
río Weser,
¡Donde todas se
zambulleron y murieron!
—Salvo una quién,
valiente como Julio Cesar,
Cruzo a nado y
sobrevivió para llevar
(Como el conquistador
Romano con su manuscrito)
A 'Ratalandia', su
hogar, el siguiente comentario:
Que decía así,
"A la primera nota de la flauta
Escuché un sonido
como de tripas que se agitan,
Como de manzanas,
maravillosamente maduras
Cayendo dentro de un
lagar de cidra,
Y de un abrir de
frascos de pickles,
Y de entornar de
tapas de conservas,
Y de un descorchar de
frascos de aceite,
Y de un romper las
cubiertas de los barriles de manteca,
Y de parecer, en fin,
como si una voz
(Más dulce que la voz
del arpa)
Dijera, ¡Oh ratas,
disfruten!
¡El mundo se ha
convertido en una gran cocina!
¡Entonces coman,
masquen, tomen sus viandas,
Desayuno, almuerzo,
cena, refrigerio!
Formando todo un
compacto jugo azucarado,
Y justo cuando estaba
por alcanzar
Ese compacto barril
de delicias,
Que, brillando como
el sol,
Parecía decirme:
'¡Ven, atraviésame!'
—Me vi arrastrada por
el río Weser."
El Flautista salió
una vez más a la calle y una vez más acercó a sus labios la larga flauta de
caña lisa y recta. Y antes de que hubiese sonado la tercera de esas notas
dulces y suaves como no había emitido hasta entonces ningún músico en el mundo,
se oyó un murmullo de bullicio, de muchedumbres alegres que se empujaban y se
atropellaban, piecitos que pataleaban y zuecos que golpeteaban, manitos que
aplaudían y lengüitas que parloteaban y, como las aves del corral cuando les
tiran el alpiste, salieron corriendo los chicos. Todos los chicos y las chicas
de mejillas sonrosadas y rulos rubios, de ojos brillantes y dientes de perlas,
tropezándose y brincando corrían en pos de la música maravillosa entre gritos y
carcajadas.
El alcalde se quedó
mudo y los consejeros se quedaron duros como estacas. Incapaces de dar un paso
o de gritarles a los chicos que pasaban saltando alegremente, sólo podían
seguir con los ojos a esa multitud gozosa que perseguía al Flautista. Pero ¡qué
angustia sintió el alcalde y cómo palpitaron los corazones de los consejeros
cuando el Flautista se desvió de la calle principal y se dirigió hacia el
Weser, que les saldría al paso a sus hijos y sus hijas!
Sin embargo, el
Flautista cambió de rumbo y, en lugar de dirigirse hacia el sur, se dirigió
hacia el oeste y rumbeó hacia la colina de Koppelberg, con los chicos siempre
pegados a la espalda. Todos se sintieron aliviados.
-Nunca podrá
atravesar ese pico. Tendrá que dejar de tocar y nuestros hijos se detendrán.
Pero sucedió que, al
llegar al pie de la montaña, se abrió de par en par un portal maravilloso, como
si de pronto hubiese surgido una caverna. El Flautista avanzó y los niños lo
siguieron. Y cuando habían entrado todos, hasta el último, la puerta se cerró
de
golpe.
¿Dije todos? Me
equivoco. Uno de ellos era rengo y no había podido bailotear como los otros.
Cuando, muchos años después, le reprochaban su tristeza, solía decir: "Es
muy sombrío el pueblo desde que se fueron mis compañeros. Y no puedo olvidar
que estoy privado de contemplar todos esos maravillosos espectáculos que también
a mí me prometió el Flautista. Decía que nos conducía a una tierra de gozo, que
estaba muy cerquita del pueblo, allí nomás, donde brotaban fuentes y crecían
árboles frutales y las flores desplegaban matices más hermosos y todo era
extraño y nuevo, donde los gorriones eran más brillantes que los pavos reales y
los perros más veloces que las corzas, y las abejas habían perdido sus
aguijones y los caballos nacían con alas de águila. Y justo cuando me sentí
seguro de que en ese lugar iba a curarme de mi renguera, la música se detuvo y
yo me quedé allí parado, del lado de afuera de la montaña, abandonado muy a
pesar mío y obligado a seguir rengueando en este mundo y a no volver a oír
nunca más hablar del hermoso país".
¡Desdichado Hamelin!
A muchos vecinos les vino a la mente eso de que es más fácil que un camello
pase por el ojo de un aguja que un rico entre en el cielo.
El alcalde mandó
mensajeros hacia los cuatro puntos cardinales para ofrecerle al Flautista,
donde quiera que se lo hallase, todo el oro y toda la plata que pidiera si
regresaba como se había ido y traía con él a los niños. Pero cuando vieron que
todo era en vano y que el Flautista y los niños que bailoteaban a sus espaldas
se habían ido para siempre, lanzaron un decreto por el cual los abogados debían
fechar sus documentos según esta fórmula: "A tantos años, meses y días de
lo que sucedió aquí el 27 de julio de 1366". Y para no olvidarse jamás de
la calle por donde habían desaparecido los niños la
llamaron Calle del
Flautista y cualquiera que pasase por ella tocando la flauta o el tamboril
podía estar seguro de que no volvería a encontrar trabajo en Hamelin. Tampoco
permitieron que ninguna hostería ni ninguna taberna perturbase con el bullicio
una calle tan solemne. Y frente al lugar en que se había abierto la caverna
levantaron una columna y en ella escribieron esta historia y también la
pintaron en el gran vitral de la iglesia, para que el mundo se enterase de que
les hablan robado sus hijos. Todavía hoy están allí esos recuerdos.
Me olvidaba de
mencionar que en Transilvania hay una tribu de gente muy especial que asegura
que las ropas tan extrañas que usa, y que tanto llaman la atención de sus
vecinos, son una herencia de sus antepasados, surgidos de una prisión
subterránea en la que se los había sepultado hacía largo tiempo después de
haberlos arrebatado del pueblito de Hamelin, en el condado de Brunswick, sin
que supieran decir cómo o por qué.
Así que, Guille,
saldemos nuestras deudas con todos los hombres... ¡sobre todo con los
flautistas! Y sí llegan a liberarnos con su música de ratas o de ratones
cumplamos nuestra promesa y paguémosles lo que hayamos convenido.